En la mente de los corruptos: esta es su manera de pensar (por ella los pillaremos)
Durante
los últimos meses, como si se tratara de un desfile de poderosos,
cientos de personajes han pasado por los tribunales para ser juzgados
por corrupción
miembros de la Familia Real, presidentes de equipos de fútbol y
alcaldes, sindicalistas y senadores, empresarios y arquitectos,…Durante
los últimos meses, como si se tratara de un desfile de poderosos del
Gran Teatro del Mundo, cientos de personajes de la élite han pasado por los tribunales para ser juzgados por corrupción.
La indignación ante las cifras (millones y millones de euros de dinero
negro en un país con personas desahuciadas y niños que pasan hambre) va
en incremento. Pero no la sorpresa: la idea de que la corrupción
alcanzaba a todo el mundo era parte del imaginario colectivo.Desde finales de los años noventa, con el principio de la era del pelotazo, hemos asistido impasibles a la multiplicación de la economía sumergida y el blanqueo de dinero.
La actitud predominante era lo que los psicólogos llamamos indefensión
aprendida: aceptábamos la situación porque no creíamos que pudiéramos
hacer nada por cambiarla. Las frases más repetidas (“Si no se lo lleva
éste, de todas formas se lo van a llevar otros”) eran muestra de ese
fatalismo.
Estos personajes encantados de conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza continuamente la importancia del yo
Aquel clima social favorecía el ascenso de los narcisistas,
de aquellas personas que se creen más listas que los demás. La
proliferación de estos personajes se dio en todo el mundo euroamericano:
la psicóloga Jean Twenge, en su libro Generación Yo,
etiquetó a estos individuos arrolladores y arrogantes que triunfaban en
aquella época. Según esta autora, estos personajes encantados de
conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza
continuamente la importancia del yo. Ascienden como la espuma y son
mejor tolerados en épocas de negocios irregulares, en las que parece que
un personaje ególatra y crecido puede ganar mucho dinero…y hacérselo
ganar a los que están alrededor. Su arrogancia y su falta de ética
parecían adaptativas en tiempos en los que un solo acierto daba más
dinero que muchos fallos. Por eso, por aquellos años, gurús de la
economía como el profesor de la Stanford Business School Jim Collins
recomendaban la selección para puestos ejecutivos de personas con un
alto grado de egolatría. “Detrás de todo gran éxito económico actual se
encuentra a una persona narcisista y autosuficiente”, afirmaba este
divulgador.
En nuestro país, este tipo de personajes pasaron a formar parte de la escena pública. Cambiaban las formas. Había diferencias de estilo entre las declaraciones de los que se habían enriquecido con programas de ordenador pero pontificaban sobre su superioridad espiritual y las frases de Jesús Gil ("Tú, a la piuta calle. ¡Venga! Siempre me toca al más tonto al lado”; "no te voy a decir cuánto me he dejado en Las Vegas, pero si te gastas 500.000 pesetas eres un piojoso"; "el nombre de Jesús Gil es innombrable”). Pero el fondo envanecido del ególatra que simplemente ha tenido suerte y sin embargo atribuye su éxito a su supremacía personal es el mismo.
En esa época había otra razón que explicaba la eclosión de los engreídos: su capacidad de saltarse las normas éticas comunes. Un vanidoso cree ser un superhombre que, como dijo Nietzsche, está más allá del bien y del mal. Para los narcisistas, la legalidad y la moral del respeto al otro son importantes únicamente para los “mediocres”. La vida es para ellos un juego en el que saltarse la norma común es parte de la diversión. En épocas de economía sumergida, prebendas políticas y corrupciones inmobiliarias, el presuntuoso cuenta con la ventaja del desparpajo. Se maneja como pez en el agua en un mundo en el que vale todo. Sus altas expectativas sobre sí mismo, su necesidad de conseguir poder y dinero para ser temido por los demás, su autocontrol narcisista que le permite dar una determinada imagen y ganarse el aprecio superficial de muchas personas y su facilidad para rodearse de un séquito de aduladores son características adaptativas en una sociedad corrupta.
Tonadilleras
y miembros de la Familia Real, presidentes de equipos de fútbol y
alcaldes, sindicalistas y senadores, empresarios y arquitectos,…Durante
los últimos meses, como si se tratara de un desfile de poderosos del
Gran Teatro del Mundo, cientos de personajes de la élite han pasado por los tribunales para ser juzgados por corrupción.
La indignación ante las cifras (millones y millones de euros de dinero
negro en un país con personas desahuciadas y niños que pasan hambre) va
en incremento. Pero no la sorpresa: la idea de que la corrupción
alcanzaba a todo el mundo era parte del imaginario colectivo.
Desde finales de los años noventa, con el principio de la era del pelotazo, hemos asistido impasibles a la multiplicación de la economía sumergida y el blanqueo de dinero. La actitud predominante era lo que los psicólogos llamamos indefensión aprendida: aceptábamos la situación porque no creíamos que pudiéramos hacer nada por cambiarla. Las frases más repetidas (“Si no se lo lleva éste, de todas formas se lo van a llevar otros”) eran muestra de ese fatalismo.
Estos personajes encantados de conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza continuamente la importancia del yoAquel clima social favorecía el ascenso de los narcisistas, de aquellas personas que se creen más listas que los demás. La proliferación de estos personajes se dio en todo el mundo euroamericano: la psicóloga Jean Twenge, en su libro Generación Yo, etiquetó a estos individuos arrolladores y arrogantes que triunfaban en aquella época. Según esta autora, estos personajes encantados de conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza continuamente la importancia del yo. Ascienden como la espuma y son mejor tolerados en épocas de negocios irregulares, en las que parece que un personaje ególatra y crecido puede ganar mucho dinero…y hacérselo ganar a los que están alrededor. Su arrogancia y su falta de ética parecían adaptativas en tiempos en los que un solo acierto daba más dinero que muchos fallos. Por eso, por aquellos años, gurús de la economía como el profesor de la Stanford Business School Jim Collins recomendaban la selección para puestos ejecutivos de personas con un alto grado de egolatría. “Detrás de todo gran éxito económico actual se encuentra a una persona narcisista y autosuficiente”, afirmaba este divulgador.
En nuestro país, este tipo de personajes pasaron a formar parte de la escena pública. Cambiaban las formas. Había diferencias de estilo entre las declaraciones de los que se habían enriquecido con programas de ordenador pero pontificaban sobre su superioridad espiritual y las frases de Jesús Gil ("Tú, a la piuta calle. ¡Venga! Siempre me toca al más tonto al lado”; "no te voy a decir cuánto me he dejado en Las Vegas, pero si te gastas 500.000 pesetas eres un piojoso"; "el nombre de Jesús Gil es innombrable”). Pero el fondo envanecido del ególatra que simplemente ha tenido suerte y sin embargo atribuye su éxito a su supremacía personal es el mismo.
En esa época había otra razón que explicaba la eclosión de los engreídos: su capacidad de saltarse las normas éticas comunes. Un vanidoso cree ser un superhombre que, como dijo Nietzsche, está más allá del bien y del mal. Para los narcisistas, la legalidad y la moral del respeto al otro son importantes únicamente para los “mediocres”. La vida es para ellos un juego en el que saltarse la norma común es parte de la diversión. En épocas de economía sumergida, prebendas políticas y corrupciones inmobiliarias, el presuntuoso cuenta con la ventaja del desparpajo. Se maneja como pez en el agua en un mundo en el que vale todo. Sus altas expectativas sobre sí mismo, su necesidad de conseguir poder y dinero para ser temido por los demás, su autocontrol narcisista que le permite dar una determinada imagen y ganarse el aprecio superficial de muchas personas y su facilidad para rodearse de un séquito de aduladores son características adaptativas en una sociedad corrupta.
Les falta un plan B
Pero esta autosuficiencia tiene un defecto: no contempla el fracaso. Los corruptos egocéntricos son narcisistas que carecen de Plan B. El profesor Joshua Foster, creador del NPI (Narcissistic Personality Inventory), uno de los test de moda a la hora de detectar la vanidad, cita este rasgo como parte de su perfil. La arrogancia de estos personajes les hace funcionar en un mundo interior carente de retroalimentación. No se dan cuenta de que hay señales de que están fallando, se creen invulnerables y consideran que las advertencias de los de fuera son debidas a nuestros mediocres miedos. Se rodean, además, de camarillas compuestas únicamente de “pelotas”: nadie les puede decir que están equivocándose. Y todo esto les lleva al hundimiento. Por eso autores como la citada Jean Twenge defienden que poner la economía en manos de estos listillos llenos de individualismo autosuficiente es lo que nos ha acabado llevando a una crisis. No vieron las señales de que todo se desmoronaba porque carecían de empatía y de sentido de responsabilidad social.
¿Qué ha ocurrido en nuestro país cuando la economía se ha hundido? Los “golfetes” han dejado de resultarnos simpáticos. El fatalismo, la indefensión con la que aceptábamos a estos personajes se ha convertido ahora en indignación. La comparación con los que sufren nos muestra la realidad de esos delincuentes. Los corruptos se gastan por cuenta de un banco miles de euros en trajes, copas y restaurantes mientras la entidad desahucia personas de sus casas. O se llevan millones de una Administración que restringe servicios sociales que cuestan una nimiedad, pero son necesarios para personas que viven en la exclusión.
Los psicólogos cognitivos (Dan Ariely, por ejemplo) han mostrado en sus experimentos que los seres humanos funcionamos por comparación: para evaluar algo tenemos que tener la referencia contraria. Y, desgraciadamente, la posibilidad de confrontar extremos está cada vez más presente. El Global Risk Report, un informe realizado este año por entidades poco sospechosas de dramatizar las diferencias sociales (Zurich Insurance Group, Mars&McLennan o la Cámara de Comercio de EEUU) avisaba que una de las consecuencias de la crisis será la acentuación de las distancias entre ricos y pobres. La polarización económica será el gran problema mundial de la próxima década, según este estudio. Cuando las diferencias se extreman, la injusticia se hace más patente y produce indignación.
Esta vez no da la impresión de que el clima social nos obligue a bajar la cabeza. En aquella otra época sí ocurrió: nos acostumbramos a contener la rabia. Los psicólogos sabemos que la ira interiorizada se transforma en tristeza pasiva: si los que cometen delitos económicos o políticos nos convencen de que no podemos hacer nada acabamos aceptando resignadamente su corruptela. Ésa era, en aquel tiempo, la sensación dominante.
Para desmontar este sistema tóxico contamos con una ventaja: el engreimiento de los corruptos les lleva a creerse invulnerablesPero los terapeutas también sabemos que si un individuo se empodera y empieza a dirigir el enfado hacia aquellos que le están agrediendo, es difícil pararle en su afán de transformación del mundo. Para desmontar este sistema tóxico contamos con una ventaja: el engreimiento de los corruptos les lleva a creerse invulnerables. Acaban cometiendo errores fácilmente detectables, urdiendo tramas chapuceras y explicándose con excusas risibles. Ocurre lo mismo con todos los narcisistas: se hunden por su exceso de ego. Un asesino en serie estadounidense buscado durante años cayó porque fue detenido por exceso de velocidad… llevando el cadáver de una mujer en el maletero. Así están siendo detenidos todos estos “chorizos” envanecidos: en el momento en que se han empezado a poner en práctica mecanismos para detectarlos, tirar de la manta está siendo fácil.
Hemos empezado a tener esperanza, a sustituir la indefensión por la indignación. Estamos cada vez más enfadados y eso nos hace ser cada vez menos pasivos. Hemos dejado de sentir envidia del “listillo” triunfador porque ahora nos damos cuenta de que somos sus víctimas. Ya no lo vemos como a un ejemplo de adaptación a una sociedad corrupta: lo percibimos como el creador de la putrefacción.
Y una vez que hemos abierto los ojos, el proceso de limpieza irá muy rápido. Los terapeutas sabemos que solo hay un fenómeno más veloz que el ascenso de un narcisista: su caída.
En nuestro país, este tipo de personajes pasaron a formar parte de la escena pública. Cambiaban las formas. Había diferencias de estilo entre las declaraciones de los que se habían enriquecido con programas de ordenador pero pontificaban sobre su superioridad espiritual y las frases de Jesús Gil ("Tú, a la piuta calle. ¡Venga! Siempre me toca al más tonto al lado”; "no te voy a decir cuánto me he dejado en Las Vegas, pero si te gastas 500.000 pesetas eres un piojoso"; "el nombre de Jesús Gil es innombrable”). Pero el fondo envanecido del ególatra que simplemente ha tenido suerte y sin embargo atribuye su éxito a su supremacía personal es el mismo.
En esa época había otra razón que explicaba la eclosión de los engreídos: su capacidad de saltarse las normas éticas comunes. Un vanidoso cree ser un superhombre que, como dijo Nietzsche, está más allá del bien y del mal. Para los narcisistas, la legalidad y la moral del respeto al otro son importantes únicamente para los “mediocres”. La vida es para ellos un juego en el que saltarse la norma común es parte de la diversión. En épocas de economía sumergida, prebendas políticas y corrupciones inmobiliarias, el presuntuoso cuenta con la ventaja del desparpajo. Se maneja como pez en el agua en un mundo en el que vale todo. Sus altas expectativas sobre sí mismo, su necesidad de conseguir poder y dinero para ser temido por los demás, su autocontrol narcisista que le permite dar una determinada imagen y ganarse el aprecio superficial de muchas personas y su facilidad para rodearse de un séquito de aduladores son características adaptativas en una sociedad corrupta.
Desde finales de los años noventa, con el principio de la era del pelotazo, hemos asistido impasibles a la multiplicación de la economía sumergida y el blanqueo de dinero. La actitud predominante era lo que los psicólogos llamamos indefensión aprendida: aceptábamos la situación porque no creíamos que pudiéramos hacer nada por cambiarla. Las frases más repetidas (“Si no se lo lleva éste, de todas formas se lo van a llevar otros”) eran muestra de ese fatalismo.
Estos personajes encantados de conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza continuamente la importancia del yoAquel clima social favorecía el ascenso de los narcisistas, de aquellas personas que se creen más listas que los demás. La proliferación de estos personajes se dio en todo el mundo euroamericano: la psicóloga Jean Twenge, en su libro Generación Yo, etiquetó a estos individuos arrolladores y arrogantes que triunfaban en aquella época. Según esta autora, estos personajes encantados de conocerse a sí mismos son un producto de una sociedad que refuerza continuamente la importancia del yo. Ascienden como la espuma y son mejor tolerados en épocas de negocios irregulares, en las que parece que un personaje ególatra y crecido puede ganar mucho dinero…y hacérselo ganar a los que están alrededor. Su arrogancia y su falta de ética parecían adaptativas en tiempos en los que un solo acierto daba más dinero que muchos fallos. Por eso, por aquellos años, gurús de la economía como el profesor de la Stanford Business School Jim Collins recomendaban la selección para puestos ejecutivos de personas con un alto grado de egolatría. “Detrás de todo gran éxito económico actual se encuentra a una persona narcisista y autosuficiente”, afirmaba este divulgador.
En nuestro país, este tipo de personajes pasaron a formar parte de la escena pública. Cambiaban las formas. Había diferencias de estilo entre las declaraciones de los que se habían enriquecido con programas de ordenador pero pontificaban sobre su superioridad espiritual y las frases de Jesús Gil ("Tú, a la piuta calle. ¡Venga! Siempre me toca al más tonto al lado”; "no te voy a decir cuánto me he dejado en Las Vegas, pero si te gastas 500.000 pesetas eres un piojoso"; "el nombre de Jesús Gil es innombrable”). Pero el fondo envanecido del ególatra que simplemente ha tenido suerte y sin embargo atribuye su éxito a su supremacía personal es el mismo.
En esa época había otra razón que explicaba la eclosión de los engreídos: su capacidad de saltarse las normas éticas comunes. Un vanidoso cree ser un superhombre que, como dijo Nietzsche, está más allá del bien y del mal. Para los narcisistas, la legalidad y la moral del respeto al otro son importantes únicamente para los “mediocres”. La vida es para ellos un juego en el que saltarse la norma común es parte de la diversión. En épocas de economía sumergida, prebendas políticas y corrupciones inmobiliarias, el presuntuoso cuenta con la ventaja del desparpajo. Se maneja como pez en el agua en un mundo en el que vale todo. Sus altas expectativas sobre sí mismo, su necesidad de conseguir poder y dinero para ser temido por los demás, su autocontrol narcisista que le permite dar una determinada imagen y ganarse el aprecio superficial de muchas personas y su facilidad para rodearse de un séquito de aduladores son características adaptativas en una sociedad corrupta.
Les falta un plan B
Pero esta autosuficiencia tiene un defecto: no contempla el fracaso. Los corruptos egocéntricos son narcisistas que carecen de Plan B. El profesor Joshua Foster, creador del NPI (Narcissistic Personality Inventory), uno de los test de moda a la hora de detectar la vanidad, cita este rasgo como parte de su perfil. La arrogancia de estos personajes les hace funcionar en un mundo interior carente de retroalimentación. No se dan cuenta de que hay señales de que están fallando, se creen invulnerables y consideran que las advertencias de los de fuera son debidas a nuestros mediocres miedos. Se rodean, además, de camarillas compuestas únicamente de “pelotas”: nadie les puede decir que están equivocándose. Y todo esto les lleva al hundimiento. Por eso autores como la citada Jean Twenge defienden que poner la economía en manos de estos listillos llenos de individualismo autosuficiente es lo que nos ha acabado llevando a una crisis. No vieron las señales de que todo se desmoronaba porque carecían de empatía y de sentido de responsabilidad social.
¿Qué ha ocurrido en nuestro país cuando la economía se ha hundido? Los “golfetes” han dejado de resultarnos simpáticos. El fatalismo, la indefensión con la que aceptábamos a estos personajes se ha convertido ahora en indignación. La comparación con los que sufren nos muestra la realidad de esos delincuentes. Los corruptos se gastan por cuenta de un banco miles de euros en trajes, copas y restaurantes mientras la entidad desahucia personas de sus casas. O se llevan millones de una Administración que restringe servicios sociales que cuestan una nimiedad, pero son necesarios para personas que viven en la exclusión.
Los psicólogos cognitivos (Dan Ariely, por ejemplo) han mostrado en sus experimentos que los seres humanos funcionamos por comparación: para evaluar algo tenemos que tener la referencia contraria. Y, desgraciadamente, la posibilidad de confrontar extremos está cada vez más presente. El Global Risk Report, un informe realizado este año por entidades poco sospechosas de dramatizar las diferencias sociales (Zurich Insurance Group, Mars&McLennan o la Cámara de Comercio de EEUU) avisaba que una de las consecuencias de la crisis será la acentuación de las distancias entre ricos y pobres. La polarización económica será el gran problema mundial de la próxima década, según este estudio. Cuando las diferencias se extreman, la injusticia se hace más patente y produce indignación.
Esta vez no da la impresión de que el clima social nos obligue a bajar la cabeza. En aquella otra época sí ocurrió: nos acostumbramos a contener la rabia. Los psicólogos sabemos que la ira interiorizada se transforma en tristeza pasiva: si los que cometen delitos económicos o políticos nos convencen de que no podemos hacer nada acabamos aceptando resignadamente su corruptela. Ésa era, en aquel tiempo, la sensación dominante.
Para desmontar este sistema tóxico contamos con una ventaja: el engreimiento de los corruptos les lleva a creerse invulnerablesPero los terapeutas también sabemos que si un individuo se empodera y empieza a dirigir el enfado hacia aquellos que le están agrediendo, es difícil pararle en su afán de transformación del mundo. Para desmontar este sistema tóxico contamos con una ventaja: el engreimiento de los corruptos les lleva a creerse invulnerables. Acaban cometiendo errores fácilmente detectables, urdiendo tramas chapuceras y explicándose con excusas risibles. Ocurre lo mismo con todos los narcisistas: se hunden por su exceso de ego. Un asesino en serie estadounidense buscado durante años cayó porque fue detenido por exceso de velocidad… llevando el cadáver de una mujer en el maletero. Así están siendo detenidos todos estos “chorizos” envanecidos: en el momento en que se han empezado a poner en práctica mecanismos para detectarlos, tirar de la manta está siendo fácil.
Hemos empezado a tener esperanza, a sustituir la indefensión por la indignación. Estamos cada vez más enfadados y eso nos hace ser cada vez menos pasivos. Hemos dejado de sentir envidia del “listillo” triunfador porque ahora nos damos cuenta de que somos sus víctimas. Ya no lo vemos como a un ejemplo de adaptación a una sociedad corrupta: lo percibimos como el creador de la putrefacción.
Y una vez que hemos abierto los ojos, el proceso de limpieza irá muy rápido. Los terapeutas sabemos que solo hay un fenómeno más veloz que el ascenso de un narcisista: su caída.
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